ROMEO PISAGUA FUE EL PRIMERO EN HABLARME DE BOLAÑO

Este relato fue escrito el 2020, a finales del siglo pasado. Considero prudente editarlo después de poco más de dos décadas, perdido en el ordenador, como tantos otros textos, que parecieran sentirse bien en el anonimato, absolutamente abandonados a la luz pública. Un largo tiempo sale por la ventana. Veamos…

Por Rolando GABRIELLI

(Desde Ciudad de Panamá) 

—Primera Parte—

 Romeo Pisagua fue el primero en hablarme de Santiago Beland y de los premios internacionales. Eso ocurrió en marzo o abril del dos mil. Aún estábamos en la estación seca, aunque finalizándola. Todo el pasto amarillo de la ciudad como un desierto, me borraba el pasado. Ese amarillo vivamente ruinoso se pega a la retina como la muerte seca de la naturaleza. Ahoga hasta el paisaje. El paisaje que Gauguin no pintó. A veces, pienso que los marchands prefieren la oreja de Van Gogh, que el amarillo rabioso de sus cuadros.

Pisagua era diplomáticamente persuasivo. En pintura jamás se me confesó. El siglo veintiuno ya no demoraba. Pasar de un milenio a otro, era una oportunidad de dejar el siglo anterior, como un eczema de personalidad infantil curada en el dolor y la vergüenza. Se estrenaba otra época, con augurios de carnavales negros, algo parcialmente diferente, más bien un subproducto de lo desconocido, ese cielo borroso fluorescente de fuegos artificiales. Un presente de mirada cenicienta doblaba sus muñecas, en esas tardes en que el crepúsculo arisca la nariz y se pone a tocar guitarra con los dedos prestados al futuro.

Sus palabras las recuerdo en una oficina pequeña, con una ventanita sin pretensiones de paisaje. Unos metros cuadrados que daban vista a una Iglesia en la sede de una embajada tropical. Me quedó mirando con la certeza de quien decía la última palabra:

—Poeta, su solución está en escribir una novela y ganarse uno de esos jugosos premios españoles para que pueda dedicarse a vivir. A patinar si quiere por el globo terráqueo —se festinaba su verbo suntuoso, operado en su imaginación.

La intensa palabra vivir se quedó enredada en ese cuarto infantil, como una avispa que no encontraba el avispero. Unos pocos retratos sobre las paredes con autoridades circunstanciales, despersonalizaban aún más la mañana. Me imagino que me observaba como a esos inmigrantes anarquistas en búsqueda de la libertad absoluta, mariposa amarilla que revolotea ciega hasta quemarse en el foco estelar de la noche. La esperanza es un ciclo en cadena que recogerá en el repetitivo ciclo de la vida, a otra de su especie para continuar volando en el run rún de los días. No lo pensé dos veces, dejé caer los segundos sin respuesta, con algo de goteo de ruidosa cañería, me acomodé en la silla sin un signo claro de lo que estaba pensando e iba decir. Sentado como un paréntesis en blanco. Entonces, puse mi mejor cara de novelista frustrado, lo observé detenidamente con algo de admiración y mucho de incredulidad, pero mezclé cierta curiosidad con algunas dosis de absurdo y pienso que desde un inicio la idea ganó terreno en el mundo de lo probable. Por qué no, me dije, apelando a mi propio archivo. Lancé una carcajada como resumen de todo lo no dicho. Ahora no recuerdo bien que le contesté para salir del paso, hasta que se fue la mañana hablando de literatura. Era la primera vez que llegaba un representante de gobierno con un pasado tortuoso que además leía literatura y comentaba sus lecturas. Hablo del último cuarto de siglo, tiempo en el cual puedo dar alguna fe. En Limbo city, para situarnos, no se necesita saber de literatura para ser diplomático y posiblemente en otros lugares tampoco. Una anécdota totalmente superficial, pero ajustada a los hechos. Por tanto, citable.

Ese día, Romeo Pisagua me prestó La Carta de Marco Antonio de la Sota dirigida al Tatita. Una mirada al piso interior, blindado, del terrorífico Tata. Dejo constancia que la leí y se la devolví. Un acto heroico en estos tiempos, dirán algunos. El Tata era más kafkiano que esas páginas amarillas de miedo. A un padre de esa naturaleza, sólo lo reconocen por obligación sus propios hijos.

El tema de los concursos internacionales con Romeo Pisagua, lo tengo fresco, porque se repitió en numerosas conversaciones. Más bien cada vez que nos encontrábamos. Se transformó en nuestro leit motiv. Algo como un santo y seña al inicio de las conversaciones.

—¿Poeta, ha pensado en lo de la novela?

Dejé que la frase lloviera sobre mis oídos y lo miré con el optimismo del derrotado. Seguíamos en el 2000 y se avecinaban las lluvias. Ni si, ni no, esperemos. La fecha de marzo o abril, la he puesto de manera aproximada, porque intento despejar toda ficción en este relato hasta donde me sea posible, luego que consulté una placa de reconocimiento que me dio el mismo Romeo Pisagua en la embajada. La foto de ese acto no la conservo. Tengo pocas fotos en esta residencia que cumplió unos 35 años y la mía 45.

Romeo Pisagua, recuerdo la escena, estaba sonriente como era su costumbre de diplomático. Yo, con mi uniforme de época y una corbata azul o la de los ratoncitos. No preciso ese detalle, pero era una de las dos. Mi ropero consistía en una burla no planificada a la moda. Mis hijas hablan de la falta de glamour de su padre. Yo soy un escritor inédito que no necesita mucho decorado encima. Mis salidas al escenario de la vida son unas cuantas calles por las cuales vago y acudo, a veces, a unos sitios más o menos concurridos donde no se dice nada de importancia, y paso para no perder el ruido de las voces humanas. Son sitios de alguna informalidad, cargados de vacío y banalidad. El calor y las incesantes lluvias, son mi mejor coartada. Me siento, en ocasiones, como si estuviera orinando en el desierto y ese precioso líquido ascendiera degradándose en colores y formara un arco iris lleno de sueños eróticos. Y en verdad, lo que tengo enfrente, es un mar, con un historial libidinoso, de aguas manchadas por la ciudad, turbias hasta las heces. A esta parte que el mar nos concede tener próximas a las cañerías, desagües, se le llama bahía. Es muy distinto el olor en altamar que en la bahía. Cuando viajo a una isla cercana, los delfines siguen el curso aún de la lancha. Hay más diferencias, pero esta es una de las fundamentales. El mar le permite a la ciudad desahogarse, abrir sus piernas como largas tuberías mohosas, de venas hinchadas, pudriéndose en el hedor y expulsar la fécula que la atraganta en su asfixia anal.

Siento algo asmática la ciudad. Me dan ganas de pedirle al alcalde que haga algo, la suba a una silla de ruedas, le doble las piernas y camino a una policlínica para que descanse, se someta a exámenes, está para cuidados intensivos, la verdad. Existen numerosos barrancos, y quizás un empujoncito, y a construir otra ciudad.

La placa de madera con una cubierta de vidrio, dice que se me confiere un Diploma de Honor por mi labor en pro del acercamiento entre ambos pueblos. Una hazaña, me digo, dos países tan distantes geográficamente, en colores, olores, sabores y sudores. Sólo hay que verlos en el mapa, dos culebras lejanas perdidas en sus paraísos, unidas por un canal.

Todo fue iniciativa de Romeo Pisagua. Yo había dado unas conferencias en la Academia de la Lengua sobre Neruda y la Mistral. En esas jornadas culturales que Romeo Pisagua inventó los jueves en la embajada.

Borges y Jorge Teillier, fueron los poetas escogidos. Teillier se había despedido de este mundo en un mano a mano con Gardel. Nació el día de su muerte y se fue con su Adiós muchachos. Ya hacía sombras con la muerte cada día, con lujuriosa entrega, en Nueva York 11, con el poeta Rolando Cárdenas y otro grupo de aficionados, aventajados aprendices de la muerte, en un desafío despiadado, que tenía por escenario el Bar Unión Chica. Sentados en su silla de muerte, en el lugar y la fecha anticipada del horror. Un poeta tiene derecho a porfiar ante la página en blanco como un borracho frente a la endiosada botella, pequeño duelo entre la sombra y el cuerpo, que suele terminar en un mutuo reconocimiento, sin vencedores ni vencidos. La muerte es otra cosa, no juega, sólo espera el As de corazón negro.

Estoy frente a la placa y me detengo en la firma de Romeo Pisagua, dos largas líneas paralelas, verticales que jamás se juntarán, acompañan a un grupo de letras indefinidas y una extraña figura geométricamente indescriptible. Pero es la firma de Romeo Pisagua.

A la conferencia de Neruda sólo asistió una poeta local. La sala de la Academia estaba llena y los asistentes se sentaron en esas sillas metálicas de cafetería, un público variopinto que fue a escuchar qué se decía de Neruda que no se haya dicho (sic), porque el vate no sólo pasó por estos lados, sino que escribió unos versos premonitorios sobre la ruta internacional.

Estaban desde los amigos de la poesía a un banquero nerudiano, que recitaba de memoria las Residencias a sus clientes mientras solicitaban préstamos hipotecarios. El embajador se durmió durante la conferencia, en la primera fila su ilustrísima y mi voz, quizás monótona, pero no gangosa, le afectó la diabetes y le vino un sopor que le puso a bambolear de norte a sur como un zeppelín en tierra. Más bien una claraboya sin brújula. Había finalizado una época en que el país llegó a tener el mayor número de organismos de espionaje por centímetro cuadrado, pero era una secreta formalidad, como en Casa Blanca. Los secretos se pisaban los talones en la calle, de los agentes encubiertos para ser descubiertos en cualquier momento. Una encrucijada convertida en broma. “Sólo te conocía como periodista”, me dijo uno de los asistentes. Los periodistas, supongo, son algo que deben ir como acompañamiento. No somos un plato de fondo, ni siquiera un buen postre. El agua manila de la fiesta, tal vez, pensé. O un tentempié ligero, tipo canapé. Algo de paso. Oficio frugal, vaporoso, para el viento. Eso dijo el inefable J. L. B. Tipografía errática, vaporizada en la tinta marcada que alguien escribe mientras la mano del tiempo la borra.

Romeo Pisagua no estuvo esa noche en la Academia. La jerarquía y disciplina diplomática son casi un gesto eclesial. A los días, pasé por la embajada y Romeo Pisagua aprovechó para preguntarle a Su Excelencia delante de mí cómo había quedado la conferencia.

—Bien —dijo el embajador, sin mucho entusiasmo, porque había escuchado en ráfagas pausadas, sólo algunos capítulos de la película nerudiana, esa noche del 30 de septiembre de 1998. Recuerdo que crucé la ciudad en mi viejo Toyota azul y no llevaba calzoncillos puestos. Todos estaban mojados, húmedos, o sucios, y decidí presentarme en el mejor estilo inglés, absolutamente calato. El público estaría pendiente sobre qué diría de Neftalí Reyes, pensé, y me subí al automóvil sin mayor complicación. Pero era un día especial, la fecha escogida para volver a la literatura. Años de aparente abandono, porque el vicio no se deja, la verdad que no. Miles de artículos especializados, viajes, reuniones, la vida doméstica, en fin. Mientras manejaba como un endemoniado por una de las avenidas principales llena de baches, humo, de esas calles que me resultan indiferentes, saturada de negocios, recorrida por un dios ausente, pensaba en el retorno a la escena tardía del crimen literario y nadie se daría cuenta, porque era un poco ingresar por la puerta trasera. Pero me daba ánimo con este ejercicio, un punto de partida. El pelo estaba empapado. No alcancé ni a secarme la espalda del todo. Iba tarde. No logré bajo ninguno de los procedimientos inimaginables cubrir la herencia de la familia. La secadora se había quedado en la otra casa, que estaba alquilada. Así que nada se podía hacer, más que asumir todo, en bolas, me dije, con la humedad bamboleante de la piel, entre risas y algo preocupado por una posible picazón en medio de la conferencia. La literatura requiere esta corporalidad, una cierta desnudez, escote pronunciado, más aún cuando se entra a una Academia adusta, desconfiada, perfilada en su útero fósil, ese aire viciado de una retórica oficial que le quita oxígeno a la palabra, no la deja ser libremente adúltera si quisiera, se le siente crujir y arrojar un vaho de serpiente dueña del paraíso verbal como si fuera la regenta del árbol de la memoria o de una Torre de Babel en miniatura, a la medida de una lengua con su musculatura flácida y carente de papilas.

Las luces de la majestuosa Academia me detuvieron frente al volante. Yo venía guiado por el reflejo de la luna llena. Un silencio tibio como la noche se desprendía de la fachada. La rodeé por un costado donde están sus amplios estacionamientos incrustados en la pared de la señorial edificación para los automóviles de la presidenta de la Academia y me quedé en un hueco en una de las aceras, frente a un local cerrado por remodelación. Se olía a una rara fragancia tropical. Iba desnudo, con una carpeta gris, y Neruda allí adentro, resignado supongo a esta pequeña historia. La atmósfera estaba cargada, cuando traspasé la puerta el aire acondicionado puso en frío mis neuronas y avancé como perseguido por un flash. Sólo ahí supe dónde estaba. Me esperaba un abogado, el esposo de la presidenta de la Academia, para regañarme por el atraso. “Él siempre se hace esperar”, alcancé a escuchar, sin detenerme. Saludé con un gesto en vuelo y llegué a la mesa principal, y de ahí lentamente a un pódium con un micrófono. “No pases de 45 minutos”, me advirtió la presidenta. Sentí clavados los ojos de Juan Ramón Jiménez, muy próximo a Rubén Darío, ambos colgados en una de las paredes de la catedral de la palabra autorizada. “Un gran mal poeta”, había dicho el español de Neruda, frase que me llegó de refilón con esa mirada de yo no fui. Algunos flashes, cosa de fotógrafos y amigos. Dejé que las luciérnagas artificiales pasaran y las emprendí con Neftalí. El poeta arrastra más gente que el Colo Colo en sus buenos tiempos, me dije, antes del preámbulo.

En la sede diplomática el embajador aprovechó, días después, para contar su anécdota nerudiana. Cómo lo conoció en París. Fue, dijo, a la Ciudad Luz por razones partidarias y después de visitar la embajada, al rato se encontró con el poeta en un taxi recorriendo París. Recordó los detalles del Mercado y cómo Neruda le fue contando los secretos de una ciudad que siempre hechiza a los artistas y viajeros, a las parejas convictas de amor que buscan una hipnosis más para que todo siguiera siendo realmente posible. Una amiga afrancesada era quien mejor la definía: “París es un amor siempre en construcción”. Una ciudad perfumada hasta en los mal olores que desplaza el cuerpo y el espíritu. París se deja amar como una doncella o una puta. Ambas son fragancias de una misma naturaleza. Una frase mala, pero real, sin términos medios. Herencia de Sade. Al embajador lo que más le impactó es que vio la ciudad con los ojos del poeta. La ciudad nunca cambia, somos nosotros los que la vemos de una y otra manera el mismo ordinario atardecer, sentenció sin diplomacia y acertó.

¿Qué recuerdo de la conferencia?, me preguntó Romeo Pisagua. Una ovación de pie cuando leí los versos de Neruda sobre la vía acuática. La mayoría no los conocía y ahí supe que estaba en el lugar indicado. Neruda era ruidoso en sus fiestas, me imagino, juguetón, se disfrazaba, máscaras, trajes, risas, puertas, escondites, no sé, sorpresas. Son comentarios que me llegaban de tercera mano de visitantes habitué de Isla Negra, porque en verdad nunca conversé una palabra con esa tortuga gigante de nuestra poesía. Lo vi una vez en Santiago en pleno centro, vestido de blanco, una escena con décadas de atraso de Rangún. No sé. Pero su imagen era inconfundible. En algunos actos como candidato a la presidencia, lo divisé de lejos y sobre todo escuché su voz de estrella titilante por parlantes. Un día firmé una carta de apoyo de los intelectuales a su pre candidatura presidencial. Ya me había olvidado. Por ahí un poeta me envió el contenido de ese Manifiesto con el nombre de los firmantes.

No recuerdo si el embajador se recuperó de su naufragio en medio de los aplausos, pero eso hizo decir a alguien que este país era nerudiano. Con esa frase se me cerró la noche, un septiembre tropical. La Academia abrió un libro que no firmé por cábala. Mejor que no quedaran más evidencias que algunas señales de la poesía. Las firmas huelen a suscripción de manifiestos, declaraciones, pésames, y el mundo está lleno de buenos propósitos, justificaciones, pequeños actos solemnes innecesariamente innecesarios, y refrendarlos es un crimen de mayor envergadura, como fotografiarse con el verdugo para enviar la foto a la mamá que está en un asilo de ancianos esperando la visita de su abuelita. Dejé en medio del ajetreo de dientes y muelas, la hora del brindis, risitas, “yo no conocía esos versos, me pareció la vida de Neruda como una película”, adiós señora presidenta, adiós señores embajadores, miré a Ramón Jiménez, no parecía muy contento, Darío, en cambio, asentía con la cabeza de león huérfano enjaulado.

Hasta que me volví a encontrar con Romeo Pisagua en la embajada y luego del rigor de los saludos, me dijo: “Hay que poner atención a ese muchacho, una expresión muy chilena. Ya sabía de qué se trataba en el código de Romeo Pisagua: Norberto Beland, le respondí. Sí, me dijo, afirmativo. Yo ya tenía referencias de Beland y aunque sus libros no tenían para cuando llegar a L. c. Un tiempo después di con La Literatura nazi en América. Una portada curiosa, un Kafka colorido. Si, ojos grandes, expresivos, pero llenos de expectación, mirada laberíntica, supremamente escrutadora. Un cuello subido a lo Kafka en su tradicional foto, que cada día me mira desde el librero. El libro lo encontré por casualidad en un bazar, cuyo dueño es judío. Trae toda la literatura relacionada con el holocausto y las religiones orientales. Es el único sitio donde se encuentra El Corán. En la solapa de La Literatura nazi, Beland parece un detective latino de Miami. Cigarrillo en la comisura de los labios, cara sin afeitar, detrás de dos cristales, una mirada inquisidora buscando las pruebas que den con los asesinos, aunque los ojos quieren decir que algo sabe de antemano. Mucho tiempo después me enteraría por unas declaraciones suyas que, si no hubiese sido escritor, le hubiera gustado ser detective. Después de fotografiarse una y otra vez con cara de detective, me obligó a seguirle la pista, y por ahí llegué a una de sus novelas más conocidas, cuyo nombre era obvio, formaba parte de su verdadera vocación profesional. Pero pasó mucho tiempo para que encontrara en un escaparate que no estaba al alcance de mi mano, Los Detectives Salvajes (Premio Herralde de Novela). Una edición buena y barata. La hice bajar de su escondite y me la llevé. Una ganga. Siete dólares por 609 páginas y sin ninguna foto de Beland.

A Romeo Pisagua le había deslumbrado un artículo mío relacionado con una frustrada conferencia que intentaba dar sin ninguna acogida, sobre Jorge Luis Borges, un argentino nacido en la provincia de Buenos Aires que le dio cuerda a la memoria de la literatura universal y nos hizo creer ciegamente en unos cuantos clásicos, y a mí en lo personal, en la ciudad porteña bautizada por sus espejos. Nos convirtió en porteños a todos, un poco. Fue a partir de allí, creo ahora, en medio de una larga conversación sobre los concursos internacionales, Beland, los premios, que Romeo Pisagua se enteró que yo estaba escribiendo una novela hacía ya un tiempo. Tengo cincuenta páginas, me parece que le dije. Respondió, sin pensarlo dos veces: “Poeta, qué espera, la solución está ahí”, remachó. Incluye el artículo sobre Borges en la novela. Magistral, añadió. Todo fracaso pareciera fundarse en un pequeño atisbo de éxito, no sé, pensé tantas cosas en ese minuto, que no llegué a ninguna parte. Lo consideré un buen comienzo y dejé que Romeo Pisagua me nombrara Operador Cultural.

Los chilenos son grandes inventores de siglas, metodologías diversas, de una secreta nomenclatura que van regando por el mundo, y ésta más novedosa que aquella para mí, perdido en un manglar, rodeado de pequeños cangrejos, me patinó la idea como una musiquilla nueva, pegajosa. Y el cascarón de la oferta se derrumbó cuando entró Romeo Pisagua en algunas explicaciones y reveló que era ad honorem. Yo, había abandonado mi visión de misionero, sentía que Calcuta ya estaba en buenas manos, confieso que la sobre vivencia me arrastraba de la dentadura chirriando por la principal avenida, sin semáforo. Era más barato, absurdo, que lo que le había sucedido al cónsul Neftalí Reyes en Rangún, que sólo le alcanzaba para pagar las estampillas, una casona deshabitada junto al mar, criar una mangosta y tener a la Maligna de la Jossie Bliss rondándole las noches como una nube aterciopelada infinita entre sus húmedas sábanas y dolidas, existenciales, solitarias, residencias en esas tierras, con sus meses amenazadores y de las venenosas fiebres.

La conversación se centró en el premio y en una lista de nombres que Romeo Pisagua coleccionaba sobre jóvenes locales, de lo más curiosos, porque tenían origen ruso, indostano, árabe, inglés, y en la muy leal ciudad, se había perdido todo el pasado hispano. Cada día apuntaba uno y se reía. Hace unas décadas, los padres buscaban los nombres para sus hijos en el Almanaque Bristol, y de ahí que no pocos se llamaran Timoteo. Romeo Pisagua seguía en sus planes y lecturas, no le hacían mucha gracia mis escritos sobre El Paciente Inglés y los Caballeros de Chile. Nos unía el premio, esa ola dorada de concursos, el azar de un pingüino tomándose un capuchino en el desierto. Un día le dije, para variar de tema, por qué no me nombran cónsul, quizás escriba una Nuev Residencia verde en el Paraíso perdido. Un ejemplo, le acoté, de lo que puede producir una beca diplomática bien aprovechada. Me miró y me bajó de la nube de inmediato. Inclinó la cabeza, se detuvo frente a mí sin misericordia, me volvió a mirar, —yo, riéndome por dentro en la seriedad del poema—, entonces, creyó encontrar una salida: —no sabes inglés. Reposté al segundo, pero si el cónsul actual fue becado para estudiar abogacía y tampoco habla inglés. Ningún embajador, además de los que he conocido se tutea precisamente con el idioma, le precisé. Nos largamos a reír y nos fuimos haciendo más amigos, al margen de la diplomacia, pero dentro de nuestra temática, Beland, los premios, los concursos. Ahí supe que Romeo Pisagua tenía todo el desierto por delante.

No sé por qué, pero desde un principio pensé que Romeo Pisagua era un momio, pero de los de antes. Sólo le faltaba usar gomina. Con humor, cultura sureña afrancesada y un toque chileno, de esos que no se pueden explicar, pero que forman indudablemente del repertorio chileno. A veces, no se estila ser mucho de algún lado. Pero como dicen los colombianos, toca. Un día me habló de una librería nueva. Yo ya no compraba ni diarios y leía sólo de mi biblioteca a los viejos conocidos. No hay mejor ejercicio que repasar a Blake, hasta que los ángeles y los demonios se confundan y se aburran de hacer lo mismo. Creer a pie juntilla que “el camino del exceso conduce al palacio de la sabiduría”, era un modo de vida.

Ahí a lo mejor encuentras a Beland, alcanzó a decirme, mientras se cerraba el ascensor en el piso 11. Pasé mucho después y nada. No lo conocían. La vitrina estaba llena de Isabel Allende. Sus últimos y futuros best seller, toda la californiana, un menú variado, en la vitrina y sobre una mesita de entrada con esos mantelitos bordados, una foto de la autora. Le conté a Romeo Pisagua la experiencia días más tarde y me dijo: —Poeta, olvídese de eso, los premios, el concurso, la no-ve-la, remarcó, muy seriamente. Y se puso a teorizar sobre la bondad de los lauros, algo sanguinolento su rostro enrojecía fácilmente, y de política nada, un tema tabú en Chile y en el exterior. Después de semejante masacre, torturas, desapariciones, campos de concentración, guillotina dentro y fuera del país, ahorcados, quemados, el tema parecía agotado antes de iniciarse. La idea era como saltar un gran foso para poder empezar. Había que ser un campeón de decatlón. Nada de profundidades, la nueva escuela chilena del olvido. Un martillo lanzado al viento como un bumerang. Sopa de plomo, primero, y después una taza de Neptum. Buzos de superficies acolchadas. Habitantes de las arenas movedizas del desencanto, de la pequeña niebla viñamarina. Hombres del closet cordillerano. Ahora, colores pasteles. Acuarelas en su agua. Señoras todas del Hotel Crillón en tiempos de té canasta. ¡Bingo! Ahumada es un Paseo otoñal que recorres de la mano de un mendigo, vestido con un suéter Tricot agujereado, víctima del 11.

Romeo Pisagua me había empujado de alguna manera a Beland, y fue cuando descubrí que era un campeón olímpico en materia de ganar premios en la madre patria. Más de 3 mil premios anuales para escritores hispano hablantes, joder, unas ocho loterías por día. Un hallazgo de los dados marcados. Me afilé los bigotes que no tengo y saqué mil cuentas detrás de las uñas. Beland se veía ducho en la materia y comencé a investigar, a revisar solapa por solapa que llegara a mis manos con su nombre, para saber dónde radicaban sus fortalezas para el triunfo y el Talón de Aquiles de las gratificaciones de la corona. Ahí se suele deslizar información capital del autor, falsa y verdadera. La primera pista la encontré en la solapa de La Literatura nazi en América. Premio Ámbito Literario en colaboración con Antoni García Porta (Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce) Después La pista de hielo, ganadora del premio de Narrativa Ciudad de Alcalá de Henares y La senda de los elefantes, Premio novela corta Félix Urabayen. Una noche entera me dediqué a esa sola solapa, cuyos frutos estaban a la vista, aunque eran premios relativamente secundarios, pero premios al fin que pagaban las deudas reales con los prosistas de los servicios públicos y privados, el dueño del supermercado, del apartamento, el librero, el médico, el peluquero, el pedicuro de la señora, el masajista, el psiquiatra. Una lista espantosamente real y hasta cierto punto de vista, impagable.

Con una pequeña lamparita me detuve minuciosamente en la fotografía. Cejas tupidas, arqueadas, ojos entreabiertos, frente amplia disimulada por el corte en la solapa con el blanco jugando de fondo, labios más bien delgados, fui entendiendo un perfil, entre la desgracia y algo de cinismo calculado u ocasional, pero sagaz. Di un salto de la cama y entré a internet, la máquina que tiene más respuestas que el Libro Gordo de Petete. Puse Beland en el buscador. Me apareció su foto clásica con el pelo chicoria desordenado desde una óptica fotográfica algo cabezona, y su tradicional mano derecha sobre el cigarrillo, más delgado y pálido si la foto fuera a colores sería algo muy notorio lo que digo. La nariz más perfilada. Se estaba adelgazando. Me lo imaginé viajando por España a la casa de los premios. En cada ciudad, como en las antiguas posadas, se instalaba con su vieja computadora y comenzaba a disparar letras, líneas, páginas, ficciones, personajes, realidades, un libro. De incógnito por supuesto, como los vaqueros en el oeste, esperando a sus víctimas. Arriba, el cuarto, la ventana para un posible escape, el pasillo, la escalera, donde ruedan los cuerpos y se observa al enemigo. Seguro que se hacía pasar por chileno, nadie le creería semejante ilusión, y le ayudaría a pasar desapercibido. No se separaba jamás de una pequeña brújula que le regaló el loco Norberto cuando fue detenido en el Centro La Peña, un penal en las afueras de Concepción. Para que cuando salgas de aquí, puedas saber dónde estoy y me vengas a buscar, le dijo el loco Norberto. Él fue quien le enseñó a leer a Panero. Es más colega tuyo que mío, le cuchicheó con una sonrisa sinceramente esquizo, violeta, el día que le prestó uno de sus libros y se pasearon verdaderamente como dos locos, tres con Panero, recitándolo todo el día frente a una luna llena tapada por las nubes sureñas. El patio estaba estrellado, pero gris, como el cielo de Concepción tan poco inmaculado. La llovizna acentuaba la agresividad de Panero, pero también aumentaba su cordura, los extremos una vez más se unían sin un propósito determinado, como si la poesía los necesitara para su propia cuerda floja. Beland y el loco Norberto leyeron a una sola voz la rutina del estiércol. Siempre terminaban frente a un muro y antes de chocar, levantaban la vista. Miraban fijamente y escribían de memoria, en el aire, algún verso que no se podían quitar de la cabeza durante toda la noche. Una vez fueron sorprendidos tirándole piedras a unos viejos recortes de diarios con la foto de algunos escritores best seller. El custodio que nada sabía de literatura, pero que era un sabueso en la búsqueda de la “anormalidad”, les preguntó qué era lo que estaban haciendo. Beland fue el más sorprendido y se quedó atónito, mudo. El Loco Norberto encontró la respuesta a flor de labios y dijo: “Tomamos conciencia que no debemos escribir babosadas”. A partir de allí, Beland y el Loco no se separaron más, compartieron la sombra de los días que pasaron juntos. Elaboraron no menos de cien antologías de la literatura chilena y todas dejaban por fuera a Neruda. Afuera, la ciudad respiraba como una lechuza ciega, atrapada en la noche incógnita. Años después, Concepción se iluminaría en el dolor, con el bonzo Acevedo que se incendió la vida por la libertad de sus hijos, en una calle, un día que se le estremeció el pelo al viento.

Cuando Beland llegaba a los hoteles, pedía dos comidas, una pesada de butifarras y chorizos, carnes, papas fritas, un frasco grande de pimienta, y otra, vegetariana. La primera la pinchaba y lanzaba por el incinerador. La roseaba previamente con unos granitos de pimienta para la buena suerte. Ese tipo tiene un hígado, solían comentar los empleados del Hotel Estrella Distante, que le llevaban todo a la cama, botellas de agua purificada, que él solía decir que no era para beber, sino lavarse las manos, porque era cirujano. Para mayor despiste, desenrollaba de su maleta un póster del DF, lleno de luces, que si uno se aleja del manchón iluminado se apodera de todo el espacio, pero si te vas acercando los detalles van cobrando vida, consistencia real, la ciudad se va abriendo, entregando su alma dolorida, punzante, urbana, casi deforme, de hembra preñada a la fuerza, humillada, saturada de hormonas, inyectada en sus tumores marginales, te hipnotiza, atrapa como un gancho de colgar carne. Era lo único que hacía dormir a Beland esas noches de insomnio, porque no podía solicitar videos, ni películas, su vicio conocido, una pista demasiado obvia para dar con su verdadera identidad, inmediatamente investigarían sus generales y sabrían que ya había llegado el killer de los premios. En cada ciudad los ojos del Ayuntamiento funcionan, son de esos que sientes clavados en tu espalda como si fueras una almohadilla llena de alfileres. Siempre se instalaba en el cuarto número 11. El número de su camiseta. Aunque era la fecha que escogió el capitán general del equipo contrario para pudrir  hasta las campanas de las iglesias con su aliento castrense. A partir de las siete de la tarde, cuando se enchufaba en la computadora, ponía a correr un viejo reloj de jugador de ajedrez, a cronometrar segundo a segundo el tiempo de escritura, porque llegaba un par de semanas antes que venciera el plazo del concurso, claro que ya el embrión asomaba su cabeza, la idea, unas cuantas páginas avanzadas, cierta estructura, y se disparaba como un rayo. Yo, junto a mi lamparita de noche, que sudaba como todo en el trópico, con unas pocas pruebas y demasiadas elucubraciones detrás de esos premios, lo veía despacharse uno tras otro, esos cigarrillos cuyas colillas dejaba caer sin estilo sobre una alfombra verde algo aceitosa de esos hoteles de segunda. Si, estaba con el cigarrillo entre sus dos dedos, el índice y el del corazón, mientras dejaba libre el pulgar, recogía los dos restantes. Atravesaba Castilla, seca, rota, desamparada, sin Sancho, en bolas, como se hace la literatura cuando es el insobornable vicio del desencanto, la mayúscula atrofia de la esperanza, ese oxígeno enrarecido que te presta, administra la realidad. Le punzaba el hígado más de la cuenta. Amarillo como la aridez de Castilla cabalgaban en el insomnio, la duermevela de la palabra masticada a lomo de un verbo inútil, marginal en la espera de su tardía e irrefrenable inauguración. Se solidarizaba con el vientre de escamoso lagarto de esa tierra quemada, casposa, sin ombligo, partida en una soledad tuberculosa, tierras sin saliva que las lamiera, doctas en el quejido, si, espacios que un sol sanguinolento usa para cavilar en sus largas noches moradas, como si fuera una gigantesca tina de baño donde recupera sus energías para la mañana siguiente. Los cuerpos piden clemencia en estas tierras de Castilla, se pasan los últimos restos de lengua, mientras los dientes caen en cascada como diminutos huesitos de los antepasados, que alguna vez arrastraron la dinosauria humanidad y la memoria convertida en un museo en la quemante sopa de la infancia, uno de esos veranos casi africanos. En fin, hay tierras que se dejan llevar por su propia soledad, lo que no indica que son mejores o peores. Aferrado, finalmente a sus dos dedos del corazón vertiginosos, como comiendo maíz sobre el teclado del ordenador, se volaba en el ataúd alucinado de la noche.

De siete de la tarde a cinco de la madrugada era el horario escogido, una manera vampiresa de adentrarse en la yugular de la literatura. Se enfundaba en un buzo gris, con el número 11 en la espalda, y a teclear como un zumbido de abeja. No miraba nunca para la banca y menos los camarines. Sólo frente a la pelota del verbo. A patear se decía. El arco estaba en el Ayuntamiento, tres, cuatro o cinco jurados. Antes enfrentaba sus propios demonios en ese cuarto vacío, donde buceaba dentro de una telaraña. Guardaba en una bolsita de cuero, al lado de sus documentos personales, una lista en un frasquito con el nombre de personajes y de nuevas obras. No entiendo por qué, pero la mayoría de los nombres eran argentinos y de mujeres. Silvia Banfield, Silvana Sinetti, Silvina Solano, Silvita Campanni, Silvio Silveira Solsticio y así. Solía agitarlos para que surgieran posibles combinaciones. Se convocaba así mismo con el siguiente pensamiento antes de comenzar a escribir: a la bin bon bao, nada está creado, y repetía varias veces la frase, hasta que se sentía absolutamente poseído. Así fue como le surgieron los títulos de futuras novelas y cuentos: La derrota feliz; El 11, un revés, por donde lo miren; La bola de nieve que odiaba el blanco; La noche es un día de-solado. Relámpago de agua. La cortina de humo. El muro de la razón. El poeta con cola de paja. El buzón insomne. Geografía para una loca antipoesía. El carrusel dormido. El demonio celestial. La corona de papel. La novela circular. El poema desesperado. La huella criminal. El sol frío. La estrella envidiosa. El cigarrillo que se hizo humo. El azar que practicaba la ruleta rusa.

Una lista verdaderamente interminable, que podría resumirse en un solo título: “Había una y mil veces una vez”. No sabía con qué clase de jurados se encontraría en el camino. Todos asaltantes de sueños sin un respaldo real, administradores de ilusiones carentes de seguro social, arbitrarios camellos que a toda costa quieren atravesar el ojo de una aguja amparados por el sol de un desierto imaginario. Se había institucionalizado el azar de los concursos y los recomendados eran golondrinas que estaban dispuestas a hacer su verano y agosto. Quizás a uno de ellos le llamara la atención algún título, el nombre de un personaje, la descripción de una ciudad donde haya vivido un capítulo anunciado en la novela, un diálogo chusco, ordinario, banal que el lector sienta suyo, o le entre una cursi puesta de sol por alguna de las rendijas del paisaje, o una escena erótica, caliente, picante, cama forni-forni, sin tregua, piel pegajosa / viscosa / untuosa / melosa / carnosa / sudorosa / gozosa, en una palabra, fruticosa. A algunos jurados les gusta una cierta audacia pueril, meterle la mano pringosa al objeto verbal, una especie de timorata sudadera del coño provincial, arrancada del espasmo licuado, generoso de la silente pubertad…