…y la ministra en cuestión cubría su cara con un coqueto bozal de color rojo…
Por José Blanco Jiménez
Periodista, Universidad de Chile / Dr. en Filosofía, Universidad de Florencia
Después del vil asesinato del diputado Giacomo Matteotti, que se atrevió a denunciar que las elecciones electorales del 6 de abril de 1924 habían sido fraudulentas y manejadas por las intimidaciones de los fascistas, se pensó que el gobierno de Benito Mussolini tenía los días contados.
Sin embargo, como Italia era una monarquía (como lo es todavía España, gracias a Francisco Franco), su permanencia en el cargo dependía del rey y Víctor Manuel III estaba más interesado en ir de cacería y de ser propietario de parte de Libia (Tripolitana y Cirenaica) que del Gobierno de la nación que reinaba.
Y el mismo Premier se presentó en el Parlamento el 3 de enero de 1925 para decir: “Y bien, declaro aquí, ante esta Asamblea y ante todo el pueblo italiano, que yo asumo, yo solo, la responsabilidad política, moral, histórica de todo cuanto ha ocurrido.
Si las frases más o menos tullidas bastan para ahorcar a un hombre, ¡saquen el palo y saquen la cuerda! Si el fascismo no ha sido más que aceite de ricino y cachiporra, y no en cambio una pasión magnífica de la mejor juventud italiana, ¡a mí la culpa! Si el fascismo ha sido una asociación para delinquir, yo soy el jefe de esta asociación para delinquir!”
Me acordé de este evento —que cambió la historia de Italia, de Europa y del mundo— cuando oí decir a una joven secretaria general de gobierno, de más o menos la misma edad de ese Primer Ministro, que había sido un error redactar el instructivo dado al personal que estaba entregando las canastas básicas de alimentos. Y agregó: “Si quieren un responsable, la responsable soy yo”.
Hay algunas diferencias es claro: el líder fascista había sido nombrado por un soberano y la ministra en cuestión por un Presidente elegido en votación popular; el líder fascista tenía su cara descubierta (no había pandemia) y la ministra en cuestión cubría su cara con un coqueto bozal de color rojo.
Como en otras instancias, el color de esa mascarilla rimaba con el de su blusa y tal vez con su ropa interior. Lo digo, porque cuando aparecía vestida de amarillo, pienso que, tal vez, como algunas chiquillas se ponen una prenda (sí, esa misma) de ese color esperando recibir dinero. Y la verdad es que ella ganaba ocho millones de pesos mensuales por hacer declaraciones de este tipo.
Era un personaje que las cámaras de televisión se solazaban en mostrar subiendo las escaleras de La Moneda, lo que me recordaba a Marilyn Monroe en “La comezón del séptimo año”, pero en versión Pieter Paul Rubens o George Grosz.
Yo la había visto en la pantalla chica en “la larga noche de octubre de 2019”, donde —junto a un desgreñado Presidente y un avejentado ministro de Defensa— parecía una señora que ha superado la barrera de los 50 años, con rostro compungido y aterrado. En ese momento, no usaba mascarilla, que —¡insisto!—, le queda muy bien y no se veía muy cómoda. Tengo entendido que tiene título de médico-cirujano y, por lo tanto, debería estar acostumbrada a usar mascarilla, a pesar de que no ejerce desde hace muchos años. Según parece, es más rentable ser parlamentaria o funcionaria pública, porque a ello la he visto dedicada siempre.
Pero cada uno es dueño de ganarse la vida como quiere (o puede).
Lo digo, porque también apareció hace poco en la televisión una señora haciéndose responsable porque su hijo casi había asesinado a su legítimo padre, es decir, al esposo de ella. Pero ahí lo rentable son las lágrimas, porque se sabe que hay personas a las que les pagan por llorar.
Cuando volví a Chile, después de mi período de estudios en el extranjero, veía a la mencionada señora en las portadas de los diarios y las revistas. Pregunté quién era y me dijeron que se trataba de una locutora de noticias. Y mi otra pregunta fue “¿Y qué importancia tiene ser una locutora de noticias?” Nadie supo darme respuesta y después vi también en la televisión programas de “only beautiful people” que mostraba “gente linda” que se divertía, comiendo, bebiendo y acompañada de mujeres jóvenes a las que les faltaba sólo el disfraz de conejitas.
¿Qué estaba pasando en Chile? Me parecía encontrarme en medio del Antiguo Régimen francés, cuando los zánganos aristócratas se divertían en Versalles mientras el “pueblo” (la “ciudadanía” no existía) padecía hambre y pagaba impuestos. María Antonieta habría dicho “¡Si no tienen pan, que coman pasteles!”
Hubo esperanzas de que algunas cosas cambiaran después del tan cacareado Plebiscito de 1988, pero —como en El Gatopardo—, nada cambió. Y todavía basta con hacerse responsable y llorar. Pero, está vigente la pregunta: “¿La culpa la tiene el chancho o el que le da el afrecho?”.
Si nadie compra los productos publicitados en un programa, éste se acaba por falta de “rating”. Y si ya les pasó a varios, ¿no sería el caso de mantener esa tendencia?
De pronto, pareció que la pandemia había nivelado nuestra existencia por lo menos como candidatos a la muerte en “par condicio”. Sin embargo, no es así. Las comunas que se están librando son las de la clase pudiente.
Mussolini fue capaz de declararse responsable y nadie fue capaz de oponerse. También en Chile, Arturo Alessandri Palma declaró en enero de 1938 que él había mandado a quemar el número 285 de la revista “Topaze”, evitando así la incriminación del intendente Julio Bustamante. Ni lágrimas ni caras compungidas: simplemente la verdad.
Se puede discutir las inclinaciones y/o las directivas políticas de ambos, pero no se escondían en las pretinas de figuras menores para salvar la cara. Y mucho menos se ponían a llorar. ¿O no, ciudadano elector y contribuyente?