EL AVESTRUZ Y EL DERECHO A LA EDUCACIÓN

La dictadura cívico-militar determinó que el “Ministerio de Educación Pública” pasaría a ser simplemente “Ministerio de Educación”… El avestruz es un animal que corre rápido, pero cuando se asusta, esconde la cabeza bajo la tierra…

 Por José BLANCO JIMÉNEZ

Profesor de Estado y Periodista

Escribo estas líneas no sólo como periodista, sino sobre todo como Profesor de Estado que obtuvo su título en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, en el ya lejano año 1969.

En uno de los tantos programas dedicados al denominado “Plebiscito de Salida” en Chile, vi a un singular personaje que —por su aspecto—, me recordó a un ave corredora que Luis Buñuel puso en su película El fantasma de la libertad como espectadora de la represión que se lleva a cabo en el Jardín Zoológico, cuando los representantes  del poder dan órdenes a la policía de agredir brutalmente a los animales que gritan “¡Abajo la libertad!”.

Por el debate, me di cuenta que ese personaje había sido ministro de Educación, lo que no me extrañó, puesto que suelen entregar esa cartera como premio de consuelo a políticos o profesionales que el gobierno de turno no pudo ubicar en otra parte. Basta recorrer la nómina de ministros que han pasado (haciendo también buenos negocios), para comprobar lo que estoy diciendo: sólo unos pocos resultan personas calificadas.

El hecho objetivo es que ese señor insistió en que la Nueva Constitución no respetaba el derecho de la familia a escoger la educación de los hijos.

Dicha afirmación no está presente en los artículos 35 al 43 del texto constitucional, que son los que tratan el asunto, y no me parece el caso que ese derecho se niegue por omisión. Resulta claro que instituciones como el Opus Dei sostienen que la familia debe hacerse cargo de la educación (como en los tiempos de la antigua Roma, cuando los “pedagogos” eran esclavos al servicio de la familias acomodadas), y que las escuelas deben ser entregadas a particulares que, si no hacen un buen negocio, deben ser subvencionadas por el Estado.

Quiero recordar que el criterio de la familia como educadora fue el que se aplicó para impedir que la educación sexual se enseñara en las escuelas: de esa manera, las niñas y niños —por su ignorancia—, eran víctimas de los pedófilos y pederastas, incluso de aquéllos que predican. “Pero a quien escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgasen al cuello una piedra de molino y lo arrojaran al fondo del mar” (Mateo 18, 6).

Pero también es importante señalar que históricamente las familias más pobres no podían permitirse mandar los niños a la escuela, porque debían trabajar para ayudar a la familia. Y la clase acomodada estaba muy de acuerdo. ¿Para qué querían saber leer y escribir los de la clase baja si son buenos trabajadores y felices en su ignorancia? ¿Para qué quieren aprender a leer y escribir las mujeres si su destino es ser buenas madres y buenas dueñas de casa? ¿Qué pretende esta gente? Tengan presente que hay algunos que ahora quieren que no se enseñe la historia en las escuelas.

Darío Salas escribió y publicó su libro El problema nacional, en 1917, denunciando que en Chile había un millón y seiscientos mil analfabetos mayores de seis años: «Colocados en fila, a cincuenta centímetros uno de otro formarían una columna de 800 kilómetros de largo, la distancia que media entre Santiago y Puerto Montt. Si desfilaran frente al Congreso Nacional en hileras de a cuatro, a un metro de distancia una de otra, y marcharan a razón de 40 kilómetros por día, el ruido de sus pasos turbaría los oídos y la conciencia de nuestros legisladores durante diez días…»

Pero parece que no los turbó mucho porque los parlamentarios se demoraron 20 años en aprobar la Ley Nº 3.652 de Educación Primaria Obligatoria, que se publicó el 26 de agosto de 1920. El Presidente Juan Luis Sanfuentes, cuando entró en vigencia, manifestó: “La educación primaria es obligatoria. La que se dé bajo la dirección del Estado y de las municipalidades será gratuita y comprenderá a las personas de uno y otro sexo”.

La dictadura cívico-militar determinó que el “Ministerio de Educación Pública” pasaría a ser simplemente “Ministerio de Educación”. Por otro lado, la Constitución de 1980 —impuesta de manera irregular—, terminó con el Estado Docente y benefactor para establecer que la responsabilidad de la educación recae en los padres, madres, apoderados y apoderadas, dado que “tienen el derecho preferente y el deber de educar y de escoger el establecimiento de enseñanza para sus hijos/as…”

Al Estado le corresponde subsidiar a los que emprenden actividades educativas debiendo otorgar “especial protección” al ejercicio de este derecho. La municipalización de la educación pública fue la lápida con la que se esperó sepultar para siempre el sistema conquistado con tanto esfuerzo. Se esperaba que esa educación fuera deficiente por falta de recursos y que “el mercado” se llevara a los mejores docentes al sector privado.

Recuerdo que un asertor de la educación privada me dijo una vez: “Son ustedes, los profesores, los que están subvencionando el sistema público con sus bajas remuneraciones”.

Tal vez eso era un delito para el que tenía un buen pasar, pero yo crecí en un hogar en el que mi madre era profesora normalista (¡qué tiempos aquéllos!), que ganaba un sueldo absurdamente bajo (que mejoraba con los trienios, que también fueron eliminados por la dictadura), y que trabajaba con la esperanza de ayudar a la transformación de Chile en un país mejor. Yo estudié en escuelas públicas y liceos fiscales, teniendo una buena formación, como mis compañeros (no estaba en establecimientos coeducacionales), que también fueron y son buenos profesionales.

Y un dato adicional. Obtuve mis postgrados en la Universidad de Florencia (Italia), y presté servicios como Ayudante de Pedagogía, constatando que la pugna de los padres era obtener un cupo en las escuelas públicas para sus hijos.

A las escuelas privadas (laicas o religiosas), iban los incapaces de superar los exámenes de admisión y los que eran hijos de exalumnos.

El avestruz es un animal que corre rápido, pero cuando se asusta, esconde la cabeza bajo la tierra. Las ciudadanas y ciudadanos son algo más que reproductores de siervos de la gleba: por eso tienen derecho a voto. Y, ante la posibilidad de que sean personas capaces de discernir y verdaderamente de ejercer esa “libertad para elegir”, que es el estandarte de los neoliberales, las avestruces regreden a su instinto más primitivo.