Carlos Olivárez tenía su personalidad y sabía que el sur había dado glorias a las letras chilenas: Neruda, Coloane, Rojas, Juvencio Valle, Arteche, Lara…
Por Rolando Gabrielli
Desde Ciudad de Panamá
Carlos Olivárez (1944-1999) publicó los libros de cuentos “Concentración de bicicletas” y “Combustión interna”.
La nostalgia me distrae, remueve la memoria, pulsa el pasado con sus fantasmas vivos en un presente que se niega al olvido y asoma como hojas sueltas al viento del otoño que las despide. Ha pasado más de medio siglo y el tiempo parece detenido, me mira de frente con sus rostros. No es usual que los escritores recuerden a “sus pares”, ocupados siempre de sus obras, egos, prioridades, y algunos, de la mala leche.
No tiene sentido detenerse en el pasado cuando éste escurre espontáneamente al presente sin revelar las viejas sombras que brillaron alguna vez con luz propia. Es una constante en estos tiempos, imágenes que se fijan en el insomnio y sorprenden por su urgencia y claridad, como buscando ser registradas en la historia.
Es un escenario de otro siglo, es cierto, pero quiere ser representado en la soledad del futuro y cuando no pocos protagonistas ya no están.
Todo pasó, está rescrito y dicho. Las atmósferas, diálogos, monólogos, existieron. Es importante, el pasado retoma su tiempo sin ningún aspaviento, más bien es pintura de lo que pareciera perdido y no buscado. Una simple postal que nos cuenta su fragmento de historia.
Asoma, en estos años tan lejanos de Chile y su época, Carlos Olivárez, un sobreviviente del far west chileno.
SÓLO ORILLAS LITERARIAS COMPARTIMOS
Me he detenido en los poetas de Chile, fui privilegiado en conocerlos, convivir, compartir, aprender, soñar, ver construir sus paraísos reales y artificiales. Ahora asoma, en estos años tan lejanos de Chile y su época, Carlos Olivárez, un sobreviviente del far west chileno, como él bautizó el horroroso Chile de Lihn.
Por arte de magia y también olvido, recuperado, aquí está el cuentista chileno Carlos Olivárez, con quien compartí orillas literarias, sus desplantes, fama de juventud y después, nada. Lo recuerdo como si lo estuviera viendo por sus rasgos inconfundibles, un rostro como tallado en una piedra dura, filosa en su nariz y un pelo indomable, inmanejable para cualquier peluquero. Fumaba sin contemplación, como si se fuera acabar la nicotina y el humo le guiara sus pasos perdidos. Nunca escuché una palabra amable en nuestros cruces verbales. Quizás es una impresión equivocada, de esa juventud que poco perdona y le irrita cualquier página mal subrayada. Pero el puente de la literatura siempre me unió a mis compañeros de juego y eso se lo debo a Ezra Pound.
LA CHAQUETA SCAPPINI DEL MONO OLIVÁREZ
Recuerdo la frase de un cuento, muy elogiada por Antonio Skármeta, y me produce una nostalgia alegre que haya sido reconocido en esa época de los inicios de un escritor y formado parte de un naciente mito juvenil, porque es estimulante y necesario para un escritor al comienzo de su carrera. Y es mucho mérito en un país que no reconoce ni que habrá mal clima. Fueron poderosas las voces que surgieron detrás de la frase: “Vestido como un rey con una chaqueta Scappini”, o “Le calzaba como un traje Scappini”. Algo así, pero sus relatos eran mucho más que una frase del momento, que llamara la atención a algún curioso lector. Scappini era una marca de vestimenta de elegancia popular en ese entonces y él conocía muy bien la cultura popular. Cuando un publicista ocupó la frase de su cuento en un aviso publicitario, Carlos Olivárez reclamó una chaqueta Scappini. Estaba en su derecho.
En esa época escuchaba religiosamente todo lo que se decía en literatura, leía, y era absolutamente invisible, con un alto grado de timidez. Había gente más audaz en el arte de la palabra, avispada, ubicua definitivamente. Ese escenario me parece normal, porque somos muy diversos y la condición humana se prueba a sí misma. Años después, digo, hasta ahora vengo a saber un cierto malestar que reflejaba el Mono Olivárez con los capitalinos. Él venía de La Unión, rodeado de alemanes, blancos tan puros, más de algún prusiano. Y me imagino cómo miraban sobre la nariz al provinciano local, a nuestros indígenas.
Carlos Olivárez dejaba ver un solo ojo, cubierta la cara por un mechón distraído, medio beatlesco. Sobre la boca su mano con un cigarrillo atravesado entre sus dedos. Aspiraba en silencio y revoloteaba impasiblemente con su ojo Polifemo, la presa que enmarcaba con su gran angular. Carlos, curiosamente, fue jefe de redacción de la revista Ojo. Autor de dos libros de cuentos, Concentración de bicicletas y Combustión interna. Conversaciones con Teillier es un libro que escribió sobre el poeta de Lautaro, una conversación de los temas preferidos del autor Para ángeles y gorriones. Cabalgó en la palabra en tiempos difíciles, un verdadero jinete del sur.
Olivárez tenía su personalidad y sabía que el sur había dado glorias a las letras chilenas: Neruda, Coloane, Rojas, Juvencio Valle, Arteche, Lara…
EL FAR WEST DE LOS CHICAGO BOYS
Su literatura era expresión viva de su época, la registraba en su profunda cotidianeidad. Una atmósfera chilena, con influencias internacionales, es lo que recuerdo de su narrativa, fresca, limpia, joven. Los Beatles visitan los oídos de todos nosotros. La banda de Liverpool también sonaba en La Unión.
Pero Olivárez tenía su personalidad y sabía que el sur había dado glorias a las letras chilenas, Neruda, Coloane, Rojas, Juvencio Valle, Arteche, Lara, Floridor Pérez, Cárdenas, Luis Oyarzún, Alfonso Alcalde, Schopf, Quezada, Bolaño, y las provincias en general, de norte a sur, la Mistral, Pablo de Rokha, Parra y Sabella; Santiago, capital de qué, solía peguntarse Gonzalo Rojas.
Olivárez, con su musa rubia, deambulaba en ese entonces por el Pedagógico y Santiago, tan opaco, gris, patéticamente capitalino, pero era nuestra ciudad, donde construíamos con escombros, si fuera necesario, los días, proyectos y libertad.
Los sureños nunca abandonan el sur y Olivárez era uno de ellos, como Teillier, Neruda, Cárdenas, en su memoria, seguramente no dejó de dar vueltas por la plaza de La Unión, donde viajaba por sus sueños juveniles.
Hay un Olivárez antes del 11 de septiembre de 1973, como todos nosotros; el periodista, crítico literario activo, escritor de atmósferas, casi tradicional en la biografía que más o menos esperamos. Luego se sucede, en el far west como él le llamó al apagón cultural de Chile, el terremoto con tsunami incluido de ese mundo civilizado que de un manotazo hizo desaparecer la manu militari.
Carlos Olivárez se refugió en esos años de terror en el bar Unión Chica, ubicado en Nueva York 11, en pleno centro de Santiago. Ahí lo conocían los parroquianos y cófrades, Teillier, Cárdenas, el Chico Molina, seguramente Pepe Cuevas, que también aterrizaba por esos lados, como el Príncipe de Arauco. Había superado una serie de apodos, algunos despectivos, tan propios de la chilenidad. Fue uno de los náufragos del exilio interior, en ese “bar de los suicidas”, que bebían hasta perder los límites de Chile. Tenían su horario de acuerdo al Estado de Sitio, a los protocolos del terror y visitas de los cuerpos represivos. Una comunidad poética sumida en su propio laberinto, ajena al paisaje oficial.
lOS SABORES DE LA PATRIA
En sus últimos años, tiempo, se la jugó en el suplemento cultural del diario La Época —qué época, decimos hoy—, que escribía a pulso, a punta de entusiasmo, orgullo, pasión por la literatura. Dicen que alcanzó a editar 535 números, 350 de los cuales hizo en solitario frente a su computadora, escritorio y la silla que lo desplazaba por el mundo de la imaginación.
Creo que había llegado a Santiago como un gitano en búsqueda de su propio tablado. No congeniaron, el Príncipe de Arauco y la ciudad. En dictadura vivió su exilio interior, la marginalidad, el silencio, ese feroz olvido comunitario, la asfixia del Estado opresor, una humillación que no se decreta en la Gaceta Oficial, pero se aplica desde los cuarteles. Sobrevivió hasta el final de sus días de manera heroica, vendiendo pescados y mariscos en La Vega Central, el mercado donde se juntan los sabores de la patria.
EN UN BOSQUE DE PALABRAS
En un bosque de palabras, quizás,
leyéndole a las bestias su futuro,
aconsejándoles sobre lo que viene,
ensimismado en sí mismo,
aparentemente ajeno el fin de las cosas,
en principio era el Verbo,
repite en palabras del gran libro
por donde ha de aparecer
Alicia en el País de las Maravillas,
como si todo fuera un cuento,
una ilusión.
Carlos Olivárez regresa
en la página inmortal
que aún no ha escrito.
Rolando Gabrielli